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Histórico

La historia de Cannes

Érase una vez…

A día de hoy, todos consideramos a Cannes como la capital mundial del cine. Es la ciudad de las lentejuelas y de las actrices que sueñan con ser famosas algún día, del oro y los yates, de la purpurina y las estrellas, la residencia paradisiaca de los más ricos y poderosos, el lugar de referencia de numerosos congresos internacionales y, sobre todo en verano, es la emoción de quien con la cabeza llena de sueños pone sus pies sobre la alfombra roja que conduce al palacio del festival.

Sin embargo, esta efervescencia no debe dejar en el olvido todos los siglos de aislamiento en los que generaciones de ciudadanos de Cannes, campesinos o pescadores, tuvieron vidas precarias y difíciles y a menudo vivieron bajo amenaza.

La gente era pobre, pero poseía un tesoro inmutable. Tenía un maravilloso don: un entorno encantador bajo un cielo clemente y un clima agradable. Su maravillosa bahía, su paisaje armonioso, el cobijo entre colinas que calman los vientos extranjeros, el promontorio que domina la playa, sus dos islas vecinas que cercan y protegen la costa… Todas estas maravillas de la naturaleza han fascinado siempre al hombre, que desde el inicio de los tiempos se ha sentido atraído por este lugar.

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Nuestros antepasados los Ligures

El historiador griego Polibio, que vivió en el siglo II a. C. hablaba de una ciudad: Aegyptna, destruida por los romanos. Algunos autodenominados “historiadores” de Cannes deseosos de antecesores ilustres, la ubicaron en Cannes. Actualmente, los especialistas están de acuerdo en rechazar esta hipótesis. En realidad, aún no se sabe dónde se ubicaba dicha ciudad.

Lo que sabemos es que, en nuestra región, ya en la protohistoria, los primeros “turistas” fueron los ligures.
Fueron ellos quienes, probablemente, se establecieron en el promontorio (actualmente, Le Suquet). Allí construyeron un poblado fortificado: un oppidum. Desde su mirador observaban a sus congéneres, quienes también se habían fortificado en la loma rocosa donde se encuentra actualmente el fuerte Vauban, en la isla Sainte-Marguerite.
 

Nuestras islas, importantes enclaves en la antigüedad

En realidad, son sobre todo las islas las que interesaron a los autores antiguos. Cabe destacar que nuestras islas, situadas en una encrucijada de rutas marítimas, constituían puntos estratégicos clave.

Para el navegante venido del oeste suponía la última ensenada segura, protegida por un acantilado y un promontorio fácil de defender. Era una enclave marítimo ideal, provisto de manantiales de agua dulce ideales para realizar de forma segura el aprovisionamiento de agua, lejos de la inhóspita costa.

Antiguas investigaciones arqueológicas habían puesto de manifiesto que el hombre ya ocupaba estos lugares desde el neolítico y que su presencia fue importante al principio de la Edad del Hierro. Las últimas excavaciones realizadas en los años setenta y dirigidas por G. Vindry nos mostraban que a finales del siglo VI a. C., existió un asentamiento elevado y fortificado, una “acrópolis” que precedió a una auténtica ciudad que poseía edificios públicos.

Lero, Lerina… Lérins

Estos importantes descubrimientos vinieron a confirmar lo que ya indicaban los autores antiguos. Nuestras islas eran importantes enclaves en los itinerarios marítimos de la época. El más explícito en ese aspecto fue el viajero y geógrafo griego Estrabón (a principios de nuestra era). Fue quien mencionó el nombre de la isla más extensa: Lero (de donde viene el nombre de las islas: las islas de Lérins).

Hizo alusión a un santuario donde se consagraba un culto a un semidiós a quien los griegos llamaban Heros y cuya personificación más celebre es la Heracles o Hércules. Otro autor latino, llamado Plinio el Viejo, que nació una generación después de Estrabón, nos dio a conocer el nombre de las dos islas y también el de la acrópolis. Cita: “Lero y Lerina (la más pequeña) frente a Antipolis, en la que se conserva el recuerdo de la ciudad de Bercono (Vergoanum)”.

Por consiguiente, tanto la arqueología, como los escritos antiguos y la toponimia (estudio de la etimología de los lugares) que ve en Ler- de Lero y en Verg- de Vergoanum raíces prelatinas, indican que estamos en presencia de una importante ciudad ligur.

Este enclave marítimo que contaba con un lugar de culto muy importante debía de rebosar vida. Nuestros antepasados, los ligures, acogían a los peregrinos y se dedicaban al comercio… Se dice de ellos que eran temibles piratas.

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Los Romanos en las islas

Estas estratégicas localizaciones no escaparon de las invasiones romanas. Durante la época republicana, ocuparon la isla, fortificaron la acrópolis y la convirtieron en una potente base naval, fue el preámbulo de la gran ciudad de Fréjus (Forum Julii). Se piensa que rodearon el oeste de la isla con una muralla reforzada con torres, de la que aún quedan algunos vestigios que se pueden visitar.

Numerosos restos arqueológicos descubiertos en Cannes confirman que también se instalaron en nuestra tierra, donde como en muchos otros lugares impusieron la “pax romana” y la “manu militari”.

Lerina, el remanso de paz de San Honorato

En el Imperio romano, apareció otra potente fuerza, esta vez pacífica: la Iglesia cristiana. Predicó su evangelización por toda Europa. Nacieron los obispados y comenzó a estructurarse el clero, la vida monástica iba adquiriendo forma. En nuestra región, el interés de los cronistas pasará de la isla mayor a la más pequeña: Lerina, llamada también Planaria, la isla plana, gracias a la llegada de San Honorato.

 
Las islas Lérins, el faro del occidente cristiano

Con su amigo Macario trataba de llevar una vida de ermitaño pero su proyección era tal que de todas partes del mundo llegaban discípulos y durante cerca de dos siglos, la Abadía se convirtió en un prestigioso centro religioso, un faro para todo el occidente cristiano. Algunos de sus discípulos predicaron por el mundo la buena palabra, colaborando con la difusión de la iglesia naciente. De la isla “Saint-Honorat”, el poeta cristiano Sidoine Apollinaire proclamará: “Esta isla plana desde la cual tantas cumbres alcanzaron el cielo”.

Así pues, la Abadía de Saint-Honorat será cuna de numerosos prelados y santos, entre los cuales se encuentra, según algunos cronistas, San Patricio, el evangelizador de Irlanda. También será el origen de maravillosas leyendas.


Las leyendas de Lérins

Quizá la más conocida sea la de Santa Margarita. Honorato tenía una hermana, Margarita, que fundó un convento en la mayor de las dos islas, que hoy en día lleva su nombre. Margarita quería con locura a su hermano y siempre deseaba estar junto a él.

Sus rezos incesantes molestaban mucho a Honorato que, en su isla, aspiraba a vivir en soledad. Pero Honorato quería mucho a su hermana y no deseaba apenarla. Cansado de luchar, le envió esta nota: “Iré a visitarte cada vez que florezcan los almendros».

Entonces Margarita imploró al Señor con tanto fervor que el Todopoderoso, conmovido, realizó un milagro. En la isla de Saint-Marguerite, los almendros comenzaron a florecer… cada mes.
Otra versión de la leyenda habla de cerezos. En cualquier caso, si bien es verdad que la Iglesia reconoce la existencia de varias Santa Margarita, ninguna de ellas es la hermana de San Honorato. Curiosamente, la Palma de Oro del festival del cine tiene su origen en otra leyenda.

“La isla estaba plagada de serpientes, a cual de ellas más venenosa. Estas criaturas perturbaban mucho los rezos del bueno de Honorato.

Por este motivo, el asceta rezó al Todopoderoso para que este le librara de los diabólicos reptiles. El Señor le escuchó y le ordenó que se subiese a una palmera. Obediente, Honorato así lo hizo. Así pues, Dios hizo que el mar inundara la isla y la liberó para siempre de sus inmundas serpientes». En recuerdo de ese milagro, la Abadía de Lérins añadió una hoja de palma a sus escudos de armas, la ciudad hizo lo propio y, más tarde, el festival de cine la convirtió en su galardón.

El hundimiento de las islas

En ocasiones, las leyendas se nutren de acontecimientos reales. Y esto es lo que pudo haber ocurrido hacia el cuarto siglo de nuestra era. La placa que sostiene ambas islas se hundió de cuatro a cinco metros y este hundimiento súbito fue seguido de un maremoto. Este desmoronamiento hizo subir el nivel del mar inundando lo que era probablemente una cantera de piedras. Esta antigua cantera en lo sucesivo llena de agua es actualmente el estanque del Batéguier. Este cataclismo dificultó aún más la vida en las islas, ya que los manantiales de agua dulce pasaron a ser submarinos.

También hizo desaparecer a un honesto gremio de mozos de cuerda… Los “utriculaires”. Eran cargueros que recibían las mercancías descargadas de los buques, las fijaban en balsas reforzadas por odres inflados de aire (“odre”, en latín se dice “utricula”, de ahí el nombre de “utriculaire”) y las empujaban desde la isla hacia la costa, caminando la mayor parte del tiempo, ya que hacían pie durante una gran parte del trayecto.

La larga noche bárbara

Las obras y los monumentos romanos también fueron devastados por el cataclismo.
Pero Roma ya no los necesitaba. El Imperio, invadido por diversos pueblos extranjeros, se desmoronaba. Fue entonces cuando comenzó la desintegración de la Provenza antigua. Fue una época oscura para nuestro país, sometido a continuas invasiones. Las de los bárbaros por el norte: visigodos, burgundios, lombardos… y, sobre todo, las de los sarracenos, que ocuparon un asentamiento clave: Fraxinet (Lagarde-Freinet, en el Var). Desde allí, a través de incesantes y devastadoras incursiones, protagonizaron numerosas matanzas. La más conocida fue la del Abad de Lérins, San Porcario y sus monjes, unos 500 según las crónicas, en el año 732.

Nuestra tierra, convertida en un terreno de saqueos, destrucción y esclavitud quedó reducida a cenizas.
Hacia 950 se produjo un giro en los acontecimientos, el Conde Guillermo de Provenza (el Liberador) agrupó a sus grandes vasallos y consiguió expulsar a los berberiscos del Fraxinet. Por fin, nuestra región volvió a vivir en paz.

La vida sigue adelante

Poco a poco la vida volvió a la normalidad. La población regresó a los antiguos enclaves, aquellos más elevados. Se volvieron a establecer relaciones entre los pueblos y de nuevo se tiene constancia de documentos escritos.

A este respecto, nunca agradeceremos lo suficiente a todos los eruditos locales y regionales que, movidos por su amor por nuestra ciudad, sacaron del olvido todos esos valiosos documentos que nos han enseñado a valorar nuestro patrimonio y a conocer nuestro pasado. El análisis de estos textos, en latín en su mayoría, nos permite reconstituir, sin demasiados errores, las etapas de este renacimiento.

El (re)nacimiento de una comunidad

Había que reconstruirlo todo desde el principio: el asentamiento, el modo de vida, la explotación de los recursos y, sobre todo, las defensas, ya que la seguridad era mínima y la amenaza berberisca proveniente del mar seguía viva. La región seguiría viviendo precariamente hasta la conquista de Argel en 1830. Esta es la razón por la que el Conde de Provenza construye (o reconstruye) un castillo en la cima del asentamiento (actualmente, Le Suquet). Designó para ello a un castellano, un tal Marcelin (el primer ciudadano de Cannes conocido). Se trataba del castillo de Marcelin Castellum Marcellini.

El Conde de Provenza, para recompensar a los señores feudales que le habían ayudado a expulsar a los sarracenos, concedió a Rodoard, jefe de una influyente familia del país, descendiente de la casa de Grasse, el infantado de Antibes y de la región, en la cual se situaba Cannes.

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